sábado, 12 de septiembre de 2009

domingo, 6 de septiembre de 2009

Oídos Gordos



No recuerdo si fue en la mañana o en la tarde. No sé si estábamos tomando un café en la facultad, o tal vez carreteando por ahí. El punto es que conversábamos, y llegamos al tema de la ciudad, y cómo poco a poco se está muriendo.
A simple vista parece algo imposible pensar en “la muerte de la ciudad”, sobre todo en estos tiempos en que la cantidad de sectores urbanizados crece constantemente, dejando atrás lo rural. Sin embargo, así está ocurriendo: cada día nos recluimos más en nuestros mundos privados, y la vida en los espacios comunes se va perdiendo. Lo público actualmente se genera desde lo privado: pocos son los que orgullosos pueden afirmar que la mayoría de sus amistades se conservan por un contacto real, y no virtual como Messenger o Facebook.
Recuerdo que nos asustamos un poco al reconocer el individualismo y egocentrismo de los ciudadanos santiaguinos: el hecho de subirse a la micro sin saludar al chofer, el hecho de chocar con alguien mientras caminas en la calle y no disculparte... son pequeñas señas de que estamos tan ensimismados que ni siquiera somos capaces de reconocer al otro como un ser humano que comparte el vagón del metro o la vereda con nosotros.
También recuerdo que algunos contamos anécdotas de nuestros abuelos y padres, en un pasado en que la calle tenía vida: los niños jugaban por ahí sin peligro, los vecinos se conocían, las municipalidades organizaban carnavales callejeros. Actualmente pareciera que todo eso se ha perdido: con suerte en Enero la gente se une en masas para ver los espectáculos teatrales que ofrece “Santiago a Mil” en las calles. La verdad es que la ciudad agoniza entre el smog y la soledad.
Fue en ese momento que se nos ocurrió que si cada uno agregara una pizca de parafernalia, la ciudad podría comenzar a cambiar. Así fue como nos juntamos un grupo de seis personas que creíamos ser lo suficientemente parafernálicos como para lograr remecer a la gente que se encontraba en nuestro entorno más inmediato. A partir de esas ideas y conversaciones nace Colectivo Parafernalia.

Decidimos comenzar con nuestra primera actividad, sumamente básica, pero a la vez fundamental: escuchar. El refrán dice “A palabras necias, oídos sordos”, pero nosotros estamos convencidos de que todos tienen algo importante que decir y quieren ser escuchados. De ahí nace la idea de “Oídos Gordos”.
La tarde del sábado 22 de agosto partimos a Plaza de Armas, el centro mismo de Santiago, en el cual se reúnen gente de todas las clases sociales, y principalmente paseantes de fin de semana, que podrían estar dispuestos a compartir con nosotros algunos minutos de su tiempo libre. Cada uno de los parafernálicos llevaba dos pisos, otros se animaron con un par de mesas, café, té y galletas. La noche anterior habíamos hecho un gran pendón de colores, que invitaba a la gente a sentarse y compartir un momento con nosotros.
La verdad es que estábamos nerviosos. La gente nos miraba desconfiada. Algunos preguntaron qué vendíamos, y otros, si pertenecíamos a alguna institución o partido político.
Media hora duró la barrera de hielo. Media hora en que todos tuvimos el estómago un poco apretado, mientras devorábamos las galletas que habíamos llevado para nuestros “escuchados”.
Pero con perseverancia y muchas sonrisas, finalmente el hielo se derritió: un hombre se acerca ante nuestra invitación y nos pregunta qué pasa. Le contamos que le cambiamos un café y galletas por una conversación, y accede feliz: él es colombiano, y ha llegado a Chile por trabajo, por lo que se encuentra lejos de su familia y amigos. Fue así como conocimos a John, con quien hablamos toda la tarde.
La verdad es que John fue una especie de carnada: gracias a su presencia, logramos atraer a más gente: una mujer que leía el tarot un poco más allá, vino con su clienta. Un caballero que pensó que éramos gitanos, volvió a pedirnos perdón y a conversar un rato. Una señora que iba pasando accedió a hablar de su pasado y sus sueños. Un tímido señor, luego de estar diez minutos rechazando la invitación, finalmente se quedó con nosotros hasta que oscureció. Unos preguntaban mucho y hablaban poco, otros no pararon de hablar hasta que nos fuimos.
La mutua timidez inicial desapareció: la gente se acercaba, conversaba, compartía. Fue emocionante escucharlos agradeciendo el momento vivido, y dándose cuenta ellos mismos de que a veces nos aislamos mucho y nos guarecemos en nosotros mismos, a pesar de vivir rodeados de tanta gente. Fue absolutamente reconfortante abrazarnos a modo de despedida, y escuchar un “nos vemos”, un “hasta pronto”, un “gracias”.
El día terminó con “broche de oro”, gracias a la ayuda de John para transportar las cosas al metro; y mejoró aún más en la noche, cuando nos escribió para decirnos que era una de las mejores cosas que le habían ocurrido en Chile.
Fue en ese momento en que los parafernálicos nos dimos cuenta que efectivamente una acción tan mínima como conversar con alguien y compartir un rato, puede cambiarle el día a las personas, y hacerlas reflexionar. Y si pensamos que estas pequeñas acciones se expanden como las ondas de una gota que cae en el agua (en el sentido que la alegría y disposición a cambiarle el día a la gente se contagia), poco a poco el modo en que la gente enfrenta su día a día, tendrá que ir cambiando. De hecho, al comentar la experiencia con mis amigos, varios se entusiasmaron y quisieron participar en las siguientes versiones de “Oídos Gordos”. Y claro, de repente vas conversando con los demás y te das cuenta que también hay otros grupos que de distintas formas intentan lograr el mismo objetivo: en Santiago tenemos la propuesta de los Abrazos Gratis o las actividades de Flashmob. Incluso hace un rato, hablando con una amiga colombiana, me contó que se proponía “tareas” cada día, para salir de la rutina: guiñarle un ojo a alguien desconocido, lograr que alguien ría a carcajadas, etc.
En el fondo, todos queremos llegar a un mismo objetivo, que es romper esas barreras que se han creado: desafiar a la desconfianza y lograr interactuar con los demás sin temor, recordando que esa “masa de gente” que va por las calles es igual a nosotros mismos, y no debemos hacernos los ciegos, pues, aunque a veces lo sintamos, no vamos solos por la ciudad.

Josefina Marambio

Presentación

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